miércoles, 20 de julio de 2011

Odisea con doble identidad


Y sí. Mañana a las 7 y pico salíamos de viaje a los Estados Unidos. Ese país que se apoderó del nombre del continente entero y se hace llamar América sin acordarse de que los del sur también lo somos. Americanos, digo. Y utilizo el pretérito porque se frustró.
Resulta que para viajar a USA (acrónimo para los amigos), hace falta una autorización que se solicita a través de internet rellenando un formulario "sencillo" con el nombre, algo gracioso en español, de ESTA. Se introduce una serie de datos en esas mil casillas y, al cabo de unos minutos, uno obtiene un respuesta en forma de sentencia que dictamina si puede entrar en el país o no.



Fíjense cómo son las cosas que nuestro agente de viajes dice que nunca le había sucedido: mi autorización resultó denegada. Sí, leyeron bien: denegada. ¡Horror! Dolor de estómago y bajón de moral, todo en cuestión de segundos. Y lo peor: nadie me decía por qué. De repente pensé que mi doble nacionalidad podía ser un motivo para que pensaran que tengo un pasado oscuro e intenté hacer un repaso mental de mi situación laboral, social, financiera, profesional y hasta emocional, para dilucidar el motivo por el cual de repente me había convertido en una amenaza, en una aspirante a delicuente, terrorista o en alguien de aquella calaña.
En estas situaciones es cuando la burocracia se presenta en forma de yunque enorme y pesado y no sólo se te pone encima sino también delante para que no puedas seguir tu camino. De un momento a otro tenía ante mí a una agencia de viajes, una compañía aérea y hasta una embajada haciéndome la trabeta. La cuestión es que la única salida era partir rápidamente hacia Madrid y presentarme en las oficinas consulares para dar todo tipo de explicaciones tales como que soy buena persona, una persona legal, que paga sus impuestos, su IVA en las facturas, que cede el paso en los cruces, que deja el asiento a las viejecitas, que no tira los papeles por la calle y que se lleva consigo toda la basura cuando se va de la playa.
Preceptivo era que siguiese unos pasos minuciosamente estudiados para que a una le dé un ataque de nervios y desista. Pero había que hacerlo. Rellenar otro formulario, esta vez muuuuucho más complicado, con una denominación tan agradable como D-160 (¡y fácil de recordar!), ingresar en efectivo una tasa de solicitud nada modesta en un banco en particular (¡gracias Meny por la gestión!), hacerme una foto 5x5, fondo blanco en la que se vieran bien despejadas la frente y las dos orejas (irónico, pero se especifica tal cual) y recopilar toda una serie de documentos que justificasen que merezco entrar en la ciudad que nunca duerme (nuestro primer destino).


Y así fue que acabé en Madrid a las puertas de la embajada más puntual que nunca, con el pelo limpio y bien peinado, ropa de persona seria y cara de ser muy legal, en una mañana fresquita en la que la calle Serrano recién despertaba. Pocos coches, gente algo adormecida caminando por las calles y una fila todavía tímida que iba creciendo rápidamente ante el edificio delante del cual vive aparcado, de forma perenne, un furgón de la policía nacional.


Allá fui. Dos horas y media de espera, tres llamadas a ventanilla, huellas digitales de cada uno de mis dedos (los de los pies no) y NO obtuve mi visado. Y acá es donde ponemos nombre a la historia: Doble identidad. Resulta que alguien anda por el mundo paseándose con mi nombre y haciendo fechorías, que deben ser de cierto calibre porque repercutieron en mi en forma de barrera de hierro. Una barrera infranqueable que no me deja entrar en mis vacaciones con maleta a cuestas y sandalias de esas de caminar mucho.
Antes de soltar la lagrimita frente al Vice-Cónsul (un tal Jeffrey, simpático y con una especie de acento puertorriqueño), se me encendió la lamparita y pensé en solicitar un documento que me eximiese de toda responsabilidad. Había que agotar todas las posibilidades. El coste del viaje bien se merecía un poco de actuación teatral de primer nivel, de esas que convencen, porque no estábamos para desperdiciarlo así como así.
Ese fue el único papel que finalmente nos salvó de la ruina vacacional. La compañía aérea se apiadó (al módico precio de una "pequeña" cantidad de penalización) y nos cambió la fecha de aquellos pasajes incambiables e imposiblemente reembolsables, así que posponemos el viaje para más adelante cuando se aclare que soy y seguiré siendo legal.
Hay momentos en la vida en que hay que tomar decisiones rápidas. Tener las hormonas revolucionadas como siempre a mediados de mes no ayudó, pero las piernas y la mente me llevaron a Madrid en visita inesperada, en forma de aventura y de anécdota digna de contar.
¿Quién dijo que no iba a ir a NY? ¡Iré! ¡iremos! Claro que sí. Pero hasta entonces, voy a ir por la calle mirando a cada una de esas que parezcan llamarse Mariana con cara de sospechosa para intentar averiguar si es ella la que fastidió nuestro viaje.

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